La Mesa Amarilla, la Máquina de escribir y mi Mamá vestida de Morado
El caserón grande, plena dictadura, tardes grises y de repente, se infiltraban milagros a hurtadillas. Palabras, miles, como un ejército luminoso. Desde la mesa amarilla del comedor tecleaba la máquina de escribir, mi mamá escribiendo otro reportaje para un día Lunes
Entonces yo sabía que se estaba produciendo una especie de hechizo. La mesa amarilla, la máquina gris, mi mamá vestida de morado, las letras pequeñas en la hoja blanca, las palabras que entraban por la casa como niños invisibles a jugar con todos.
Primero era la entrevista, después el cassette grabado, después la voz de algún famoso salir de la grabadora Cuando terminaba de escribir nos llamaba a mi y a mi hermano y nos leía la entrevista entera y el ritmo de las palabras y el secreto y la poesía entraban en mi en ese momento para siempre, las palabras eran como una hierba que limpiaba y algo en mi las reciclaba como si hubiesen entrado en una fábrica de neuronas y emociones y comenzaba a ver imágenes y podía ver el sonido de un vocabulario perfecto y limpio que no he vuelto a escuchar en años.
La importancia de mi opinión era insólita y fascinante. De pronto el mundo se me acercaba al fin, en metáforas como pequeños laberintos en los que yo si cabía.
Volaban, caminaban, trepaban por la casa las palabras y entonces éramos una familia más grande, como si nos expandiéramos.
Por eso escribo, por eso le cuento cuentos a mi hija y uso la misma cadencia que usaba mi mamá para leer sus entrevistas, esa cadencia viva que hace que las palabras vengan de los respiros y los músculos y los miedos y las certezas y dios, el todo en cada pequeña danza de letras.
Escribo porque las palabras fueron las amigas que mi mamá invitaba a la casa los domingos o los sábados y las atesoré sin saber. Imágenes extraordinarias visitando el living, mi pieza, el patio y su nogal.
La máquina de escribir, el papel blanco, la mesa amarilla, mi mamá vestida de morado. Una palabra se hilaba a la otra en forma perfecta, como si se abrazaran para nombrar otra cosa y otra y otra hasta llegar al reino de al lado, su voz cálida y cada silencio eran otra palabra y a veces tenia la sensación de que no podría existir otra combinación de colores y que nadie tenía una mamá que escribiera como la mía. He vuelto a tener la misma sensación cada vez que veo algo honesto y de una belleza en la que no está la felicidad creada. En pinturas, puestas de sol, partos.
Todo esto se instaló en mí como un árbol invisible que me cruza de pies a cabeza para siempre.
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